Semillas de sonido

La redacción de mi TFM “El plagio musical en España” (cuyo primer gran apartado, “Historia del plagio musical”, tenéis disponible en este mismo blog) me trajo indudablemente una constante reflexión, replanteamiento y profundización en cuestiones de las que poco o nada me había parado a pensar hasta ese momento.

Una de las más troncales fue sin duda la concepción de la música como un arte intrínseco a la historia de la humanidad. Si bien las primeras referencias más afamadas a su uso masivo son propias de la cultura griega, no son escasas aquellas de épocas previas, incluso en las que pudiéramos entender como prehistóricas, de forma semejante a lo ocurrido a artes más plásticas como la escultura o la pintura.

Ahora bien, cabe plantearse de dónde surge la música más allá de su concepción histórica; esto es, cómo se concibe en la mente humana y, en definitiva, cuál es la causa de la misma creatividad.

Entre las escuelas más clásicas de pensamiento se encontraba la concepción de que la creatividad humana en general venía propiciada mediante generación espontánea. Desde la mitología de la inspiración de las divinidades como las musas, hasta la toma de las ideas del Mundo de las Ideas, varias han sido las tesis para defender dicha postura. Es más, ha sido una línea de pensamiento defendida por jurisprudencias como la francesa. Es el criterio conocido como subjetivo; la obra es un reflejo de la mente creativa del autor. El mismo pone su impronta personal en ella, recubriéndola de caracteres que identifican al autor como su creador.

Tal concepción emana precisamente de una corriente filosófica platónica, considerando al autor una suerte de genio que logra emanar de su intelecto ideas absolutamente originales e inauditas hasta la fecha. Las visiones más radicales apuntan incluso a que la obra ya es algo previamente existente al autor, quien sólo ha de descubrirla del Mundo de las Ideas. De la misma vertiente es aquella que arguye que la obra existe desde la misma concepción la idea en la mente del autor.

Siguiendo la estela de los clásicos filósofos, han sido las visiones aristotélicas las que han matizado dicho idealismo poniendo el foco sobre la esencia de la obra. Es en la transición hacia ellas donde se empieza a comprender que la ejecución o materialización de la obra es igualmente parte de la misma. Ello ha derivado en un criterio mayoritariamente aceptado en la actualidad, conocido como nominalista. La idea y su ejecución se encuentran en un plano horizontal, siendo ambas indispensables para que la obra pueda ser. Viene dada precisamente por las condiciones que rodean tanto su creación como sus posteriores modificaciones. Así, depende sustancialmente de la persona del autor, en la que se aglutinan las condiciones tecnológicas, históricas e íntimas en las que desarrolla su creación.

Dicha concepción nominalista ha encontrado su acogimiento jurisprudencial en el criterio objetivo. Una interpretación de la originalidad que tiene su origen principal en lo que en el ordenamiento jurídico español se llama la propiedad industrial; patentes, marcas, diseños, usos industriales o modelos de utilidad, entre otras figuras. Así, centra el protagonismo en los elementos que conforman la obra y cuán semejante es a obras previas. Como puede imaginarse, su complejidad resulta aún mayor al deber de trazar la finísima y complicada línea entre influencias o referencias a auténticos plagios. Además, choca de lleno con la propia autonomía del autor como ente creativo, no como genio, sino como sintetizador de todos esos elementos externos que han conformado su criterio a la hora de producir la obra.

Los sucesivos pleitos han acabado trazando una posición intermedia entre el criterio objetivo y subjetivo, más siendo común que los tribunales tiendan hacia uno de los dos de forma moderada. En el caso de España, el Tribunal Supremo se ha acogido a un criterio con cierta tendencia objetiva, más viendo necesario que la obra refleje una “altura mínima creativa”.

Es decir, cualquier obra y, al caso que nos ocupa, la música, tiene múltiples causas que rodean al autor. Todo individuo es producto de su época y las circunstancias e influencias que lo han rodeado y le rodean. El sujeto que se piensa a sí mismo sobre la nada y ajeno a todo su contexto es imposible.

Como todo jurista intuye, la tarea interpretativa de las leyes se mueve por el complejo campo de la filosofía. Pudiera dar la impresión de que la Filosofía del Derecho y sus “filiales” son asignaturas maría un tanto espesas que no tiene mayor aplicación que reflexiones teóricas, sin impregnación práctica real al quehacer diario jurídico. Sin embargo, la filosofía lo abarca todo: desde cuestiones puramente existenciales, ideológicas, científicas, éticas, estéticas, políticas… Es preguntarse el porqué de las cosas de forma radical.

El proyecto que concluía mi máster me hizo pensar precisamente el por qué de la música. Indagar el como se construía la noción de música, su creación, su estructura y la expresividad que ella incidía en los seres racionales. Cuestiones desde luego complicadas de resolver y desarrollar, pero que han tenido una primera aproximación a través del libro del filósofo francés Francis Wolff, ¿Por qué la música?

La obra pertenece a la rama de la filosofía dedicada al análisis de las artes, esto es, la filosofía de la estética. Siendo auténticamente lego en la materia, la obra me pareció un primer acercamiento más que acertado a tal análisis de calado del arte, sintetizando sus principales cuestiones y enfocándolo desde una perspectiva tan especializada como es la musical.

Wolff ataca directamente la cuestión desde las primeras páginas. Realiza un primer planteamiento de la definición de música desde la propia capacidad del lenguaje. Un enfoque del que, sin embargo, se deshace demasiado rápido y utiliza como muleta para abarcar la definición desde una perspectiva más estrictamente musicológica. Como todas las artes, la música se trata de un medio de expresión humana, particularmente relacionada con la comunicación más básica que tenemos; la palabra. Una herramienta que desde luego tiene su propia musicalidad, tanto a nivel fonético en su capa más básica y escrita, como en el lenguaje propiamente hablado, con sus acentos y dialectos. A un tal Noam Chomsky probablemente le hubiese gustado que se excavase un poco más en este aspecto.

Así pues, el autor establece una escala en la que el valor mínimo sería la palabra pura, neutra, tal cual es trasladada al papel, y el máximo la música pura, exclusivamente instrumental. Se contempla igualmente el uso de la voz en tan alto nivel, más seria un instrumento más, usando las palabras más por su puro sonido fonético que por el significado. Incluso llega a señalar que el aporte de la voz humana sería propiamente en forma de onomatopeyas, sin expresar ninguna narración o expresión coherente.

Tal razonamiento le lleva a concluir que la música puede definirse muy resumidamente como “el arte de los sonidos”. De este modo, se configuraría la habilidad de conjugar las cualidades sonoras de acontecimiento en la naturaleza (duración, altura, timbre, etc.) para que constituyan un todo sonoro y abstracto, perceptible para el ser humano sensible, tanto en lo que respecta a los sentimientos más fisiológicos como a la propia apelación a la emoción que causa la música. El arte pues, se trata de una creación activa sobre una percepción pasiva en origen, la naturaleza.

Como tal, el sonido no deja de estar constituido por ondas sonoras en movimiento. Por ende, la obra no deja de ser un gigantesco motor conformado por lo que llama acontecimientos sonoros. Cada uno de estos acontecimientos o células estarán constituidos por dos o más notas, que sin bien por sí solas carecen de significado, es dentro del conjunto de la canción donde cobran una coherencia y cohesión legibles. Así, una primera célula justificará la siguiente, que a su vez será causa de la siguiente y así sucesivamente. En cierta parte del texto, propone que en toda obra existe un elemento individualizable que es director del conjunto y es el que le da el sentido pleno; la denominada nota tónica. Sin embargo, es una idea que no parece tener demasiado recorrido en el mismo momento en el que se sale de los esquemas y estructuras musicales más simples.

Profundizando más en tal idea, Wolff concibe la construcción de tal estructura mediante una suerte de metáfora análoga a la Cueva de Platón, en la que La Música sería la etapa última, el momento en el que el hombre conoce realmente el mundo en el que habita. Por su parte, la etapa más primitiva (la de los prisioneros encadenados cuya percepción del mundo son sólo sombras) sería aquella en la que los sonidos son únicamente accidentales, aquellos propios de la naturaleza, inidentificables y desordenados; el Mundo Sonoro. El siguiente sería el Mundo Musical, en el que los sonidos serían claros e identificables y aunque aun no habiendo un arte per se, se darían los primeros sonidos causados voluntariamente por la acción del hombre.

Resulta curioso que, tras exponer tal metáfora, aluda a que puede darse que ciertos estilos musicales no quepan esta concepción platónica y ordenada. Como melómano de la música, encuentro como ejemplo el noise, las piezas ambientales o en general todo género musical que requiera cierta experimentación e improvisación. Más este descarte de estudio me parece una postura cómoda y hasta errada. Tales formas de creación musical o hasta de experimentación con los sonidos también tienen su sentido y orden propios. Desde luego no son tan fácilmente perceptibles como el grueso de las obras, más no por ello han de ser repudiadas. A lo sumo, en los casos más extremos habrá que indagar en la intención del autor para poder percibir lo que se pretende transmitir. Algo que, desde luego, existen en otras artes, como la pura performance, la pintura abstracta o incluso la poesía. Es más, en capítulos más avanzados del libro el autor reconoce expresamente el orden interno dentro de géneros más clásicos de improvisación como es el jazz. Una contradicción llamativa cuanto menos.

El filósofo acentúa este razonamiento aludiendo a que la música ha de ser un equilibrio lo más perfecto posible entre lo previsible y lo imprevisible. De tal forma, si fuese fácilmente predecible cómo sería la concatenación de los siguientes acontecimientos musicales, causaría aburrimiento en el espectador. El ejemplo más evidente es el caso del drone. Por el lado contrario, si la música fuese absolutamente impredecible, desataría un caos que podrían dar lugar a que ni que pudiera ser reconocida como tal.

En dicho acento emocional de la experiencia sonora, considero que Francis resbala en una objetivación de la experiencia musical desde una perspectiva occidental, moderna y un tanto clasista. Según refiere, el modo en el que se sucedan las notas, con sus correspondientes arreglos, apelarán a unas u otras emociones. Si bien pudiéramos entender que se encuentra en lo correcto en rasgos generales, no lo es tanto cuando se analizan sus pormenores. En primer término, juega una gran relevancia la antropología e historia musical del individuo. Lo que entre los círculos aristócratas de París pudiera entender como excelsa ópera, pudiera ser objetivo de mofa o rechazo entre los entornos rurales de Senegal, acostumbrados al protagonismo del tambor djembé. A su vez, juega un papel fundamental la propia subjetividad particular del individuo.

Esgrime contra este argumento que, si no se está familiarizado con cierto tipo de música e incluso si no se conocen los pormenores básicos de su producción, no se puede sentir placer al escucharla. Es más, señala que en todo caso se mostrará interés por la novedad. La propia experiencia humana, colectiva e individual muestra lo contrario. Aun con sus correspondientes subjetividades, no es extraño que, al descubrir una nueva obra, quizás de un estilo que nos ha sido ajeno hasta ese mismo momento, sintamos gusto en su apreciación y que pueda derivar en una pasajera obsesión.

Siguiendo por la línea de la subjetividad una misma pieza musical puede causar desde indiferencia, hasta nostalgia, sorpresa o enfado a sujetos que hayan crecido en un entorno cultural semejante. Todo dependerá del contexto de los mismos y las circunstancias que hayan rodeado a la escucha de tal canción. Una emoción que categoriza sucintamente como estética. Igualmente, y como he adelantado previamente, jugará un papel crucial la intencionalidad del autor y cómo haya sido acogida su obra por el público, así como evolución de tal percepción general a lo largo del tiempo.

Aun con sus ligeras contradicciones, Wolff reconoce igualmente que existe una narrativa mediante el discurso puramente musical. Al igual que una clásica narración literaria, la obra musical muestra momentos de tensión, con alguno quizás especialmente central, a los que se les intenta dar solución mediante distintas salidas. Este enfoque resulta especialmente evidente en las composiciones clásicas relacionadas al ballet, el teatro o la ópera. Géneros más contemporáneos, donde es más habitual encontrarse con que lo que se pretende representar puede no resultar tan evidente y habrá que acompañarse con la correspondiente lírica.

Una vez estudiados estos matices, desarrolla su tesis principal: la música se causa a sí misma. Lejos de entenderlo desde una perspectiva simplista o puramente tangible, se refiere más a la causalidad dentro de la propia composición. De este modo, la obra estará conformada por distintos acontecimientos musicales o células que serán causa de la anterior y causa a su vez de la siguiente. El autor analiza concienzudamente los distintos tipos de causas (estáticas y motrices) que guiarán la línea musical. Una causalidad que vendrá acompañada por motores de tensión, distensión, arrastre y empuje en muchos casos, más que pudiera estar falta de alguno de estos efectos según el estilo musical, como ejemplifica en el caso del canto gregoriano, que mostraría únicamente empuje.

Otro aspecto reseñable y completamente novedoso para mí resulta uno de las columnas centrales de la filosofía estética; la actitud. No hay que entenderla como un valor que todo cabeza de tiburón ha de tener ante la vida, sino más bien como el enfoque de encontrar la razón de lo sensible, la causa última de la emoción trasladada a través de la escucha de la obra musical. Ejemplifica dicha temática mediante diversos eventos emocionales y sus subjetividades. En particular, me llamó especialmente la sucinta mención a la nostalgia, emoción a la que desde luego he dedicado tiempo de reflexión (recomiendo en especial los primeros capítulos de El futuro de la nostalgia, de Svetlana Boym). La misma es representada a través de una canción escuchada hasta la saciedad y de forma continuada en el tiempo, que es dejada de lado por un tiempo debido a la falta de novedad que reproduce. Pasado dicha pausa de duración indeterminada, se regresará a la obra con aire nostálgico y renovada emoción, guardándose, a ojos del autor, un buen recuerdo de la misma.

Finalmente, Wolff hace unos ligeros esbozos sobre el concepto de belleza, conceptualización que como amateur en la materia hubiese preferido que estuviese en capítulos iniciales. Un poco fruto de tal desorden, pasé de puntillas por sus generalidades y me reservé aproximaciones al concepto de belleza para la pendiente lectura de De lo sublime y lo bello, de Edmun Burke.

A nivel sistemático el libro resulta increíblemente rotundo y tajante en sus aseveraciones iniciales y va matizando conforme avanza en las mismas. Un método que, a mi parecer, no es muy favorable a la exposición de ideas, puesto que planta una serie de concepciones en el lector que luego resultan complejas de desgranar. A ello tampoco contribuye el orden debatible de los capítulos, menos aún la visión bastante reducida territorial e históricamente de la música en cuanto lo entendido como “bello”.

Desde luego, rescato que se trata de una obra más que suficiente para alguien que quiera iniciarse en la filosofía de la estética desde la música. El autor francés realice diversos enfoques, desde el plano musicológico, estético y emocional. Visiones en las que profundiza y reflexiona trayendo a colación multitud de ejemplos que hacen la lectura increíblemente llevadera y ricamente descriptiva en lo que quiere hacer transmitir mediante la tinta.

Es un libro que desde luego he tomado como un nuevo reto y al que estoy seguro que seguirán diversas obras a futuro, cada cual más sesuda que la anterior.

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