Probablemente no descubra el fuego a nadie si digo que actualmente el problema del acceso a la vivienda es uno de los que más atenazan la vida social de las personas en España e incluso Europa. En el caso de nuestro territorio nacional, no es un mal que afecta únicamente a los grandes núcleos urbanos, centralizadores de una gran parte de la actividad productiva y la densidad poblacional. Al contrario de lo que pudiera entenderse de un primer vago análisis en términos demográficos, lo cierto que el acceso tanto a través de compra como de alquiler se ha hecho harto complejo en relación a los ingresos de los españoles y el aumento del coste de vida en otros ámbitos a lo largo de todo el país. Sin duda alguna, las principales afectadas son las ciudades, más extendiéndose igualmente a las mismas lo que se ha ido denominando “ciudades dormitorio”. Éstas no dejan de ser localidades de menor tamaño y próximas a la metrópoli y en que se han configurado como la zona de residencia y descanso de los trabajadores que realizan su actividad laboral en el núcleo urbano al que nutren con su fuerza de trabajo.
Diariamente se suceden miles de conversaciones con esta cuestión como principal eje. En los medios y redes sociales en ocasiones puede dar la sensación de que existe paridad de opiniones al respecto, más la cruenta realidad práctica y los datos reflejan pocas miradas amigables hacia el negocio inmobiliario.
Dentro de este acalorado debate, hay quien hace alusión a la Constitución Española como la norma magna clave para defender el derecho a la vivienda. Aunque desde luego de su interpretación literal, sin atender a las matizaciones técnico-jurídicas, se puede entender que ampara el derecho a la vivienda, la setentera norma está lejos de ser un gran rescoldo garante de la necesidad de que todo ser humano tenga un techo bajo el que refugiarse. Desde luego ya es algo palpable bajo el contexto histórico en el que nace y que no deja de ser el primer gran escudo de la propiedad privada en la nueva monarquía parlamentaria, más es un pantano en el que me introduciré en otra ocasión.
La apelación a la Constitución como argumento de peso para sustentar la defensa de un derecho, de forma más o menos acertada, responde a una estrategia política denominada “legalismo”. Aún tratándose de un concepto complejo y que puede atender a diversas definiciones, para esta disyuntiva se entiende como el uso de la norma, habitualmente la relativa a los derechos humanos, como el pilar principal e incluso exclusivo sobre el que fundamentar un aspecto intrínseco al ser humano como ser social. Se trata de una perspectiva eminentemente hermanada con el positivismo jurídico, más con guiños evidentes al derecho natural. Para el legalismo, el contexto social, económico o político pasan a un segundo plano y se centra en la lógica que emana del propio texto legal. No resultará ajeno a ningún jurista que se trata de un razonamiento mayoritario en el sector.
Aún con sus contras, el legalismo ha sido usado en alguna ocasión como última y desesperada arma de los activistas en contextos de cruenta represión. El ejemplo más reseñable de la historia reciente es el Comité de Cooperación para la Paz en Chile, funcionante durante el régimen de Pinochet. Ante la censura y persecución violenta de todo discurso opositor que se pudiera leer como de izquierdas, los miembros de este comité adoptaron un lenguaje puramente legal para exigir el derecho a ser juzgado mediante un proceso judicial adecuado, sin trato cruel, degradante o inhumano alguno. A dicha proclama se unía igualmente la referencia al derecho de libertad de pensamiento y expresión. Estrategia que, pese a tener un cariz más favorable, fue deliberadamente ignorada o reinterpretada de forma especialmente limitada por el régimen y sus benefactores.
Más allá de situaciones particularmente extremas y en apelación a normativa internacional, el legalismo es poco efectivo y dependiente de lo que emane legislativamente de las instituciones del momento y lugar concretos. Algo de lo que no se salva precisamente el art. 47 de la Constitución.
El derecho a la vivienda se encuadra dentro del Capítulo tercero, De los principios rectores de la política social y económica. El mismo reza lo siguiente:
“Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos.”
Desde luego en una primera instancia pueden apreciarse toda una conjunción frases de increíble peso. Tal es así que efectivamente habría que plantearse lo que en ocasiones llega a afirmarse que la Constitución es, no sólo una adelantada a su tiempo, sino igualmente al tiempo presente. Sin embargo, la adecuada interpretación de la norma magna está reservada, en última y clarificadora instancia al Tribunal Constitucional (en adelante, TC), órgano que conviene remarcar que no pertenece al poder judicial.
El conjunto de las sentencias de este tribunal sirve para realizar la deseable interpretación uniforme únicamente a esta norma, pero que, de forma evidente, afecta a todo el ordenamiento jurídico. Sobre el derecho a la vivienda, quisiera rescatar la sentencia 32/2019, de 28 de febrero de 2019. Un dictamen derivado de un recurso de inconstitucionalidad presentada por Podemos ante la Ley 5/2018, en relación a la ocupación ilegal de viviendas. Con dicha modificación de la Ley de Enjuiciamiento Civil el legislador pretendió dar una mayor agilidad a los procesos de desocupación/desahucio mediante vía civil. Una iniciativa que surgía precisamente a la par de la construcción del pánico social sobre la ocupación y el paulatino incremento del precio de la vivienda.
Aunque la sentencia toca diferentes aspectos esgrimidos por la agrupación socialdemócrata, conviene centrar la cuestión sobre lo contraargumentado por el TC sobre el art. 47.
Ciertamente, los magistrados entran al fuerte remarcando que el art. 47 no se conjuga dentro de los derechos fundamentales de la Constitución y por ende no goza de la especial protección que pudiera tener la libertad de expresión o el derecho a asociación. El llamado derecho a la vivienda es delimitado como un principio rector que, en términos del propio TC, consiste en la obligación de los poderes a promover las condiciones necesarias y a establecer las normas pertinentes para hacer efectivo el derecho de los españoles a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, en particular regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación.
El TC igualmente ataca a la invocación por parte de Podemos de los textos internacionales en materia de derechos humanos, puesto que emplean los mismos que el derecho de vivienda ha de ser asimilable a otros derechos fundamentales de la carta magna. En particular, apelan al art. 25. 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y el 11.1 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que reproduzco a continuación:
- Art. 25.1: “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad.”
- Art. 11.1: “Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona a un nivel adecuado para sí y su familia, incluso alimentación, vestido y vivienda adecuados, y para una mejora continua de las condiciones de existencia. Los Estados Partes tomarán las medidas apropiadas para asegurar la efectividad de este derecho, reconociendo a este efecto la importancia esencial de la cooperación internacional fundada en el libre consentimiento”
Declara que el uso de los mismos no es el fundamento más adecuado para sustentar una pretensión de inconstitucionalidad. En cualquier caso, el TC entra a valorar el contenido de estos artículos, aludiendo que de su tenor literal no se desprende el reconocimiento de un derecho subjetivo sobre la posesión de vivienda. Se trata de una mera incoación al Estado de que la vivienda sea adecuada, siguiendo igualmente lo recogido en el art. 34.3 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea:
“Con el fin de combatir la exclusión social y la pobreza, la Unión reconoce y respeto el derecho a una ayuda social y a una ayuda de vivienda para garantizar una existencia digna a todos aquellos que no dispongan de recursos suficientes, según las modalidades establecidas por el Derecho comunitario y las legislaciones y prácticas nacionales.”
La interpretación de este precepto por el TC queda reforzada a través del auto del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (en adelante TJUE) de 16 de julio de 2015, asunto C-539/14. El órgano comunitario señala que se trata de un derecho a una ayuda social y a una ayuda de vivienda.
Es decir, la conclusión que se deriva de lo tocante de esta sentencia de forma directa al derecho a la vivienda es que no existe tal como se ha entendido habitualmente. El art. 47 de la Constitución Española da el respaldo al Estado para que cree parque de vivienda público, conceda ayudas al alquiler, entre otros ejemplos de políticas que no impliquen intervención directa sobre la propiedad privada ya constituida.
Se podría argumentar que queda por tratar el fleco suelto de la especulación. Ciertamente, parece un imperativo legal que está lejos de ser entendido por tirabuzones constitucionales. Más sin embargo es la contradicción más evidente con el resto del artículo. En el mismo momento en que se considera que la vivienda no goza de especial protección y por ende está sujeta al tráfico mercantil como un bien de consumo más, su especulación está totalmente legitimada. En la legislación al efecto se suele hacer referencia a ciertos índices como el IPC o a la prohibición cláusulas abusivas en la protección de los consumidores. Sin embargo, y a la realidad misma caber remitirse, son límites absolutamente insuficientes que son sobrepasados continuamente y cuyo control escapa, o no resulta de vital interés, como se deduce de la jurisprudencia analizada, para los poderes públicos. En todo caso, la intervención ejecutiva en España se limita a una versión paupérrima del clásico plato de migas de pastor.
Ante semejante panorama, cada vez son más habituales las organizaciones sociales y de barrio luchando por garantizar realmente el derecho a un refugio en el que resguardarse y descansar. Partidos políticos e instituciones públicas dejan patente constantemente los límites del propio sistema y a los que se ve subyugada su propia actuación, incluso en el caso de que, al menos en discurso, haya intención de cambiar cuestiones de raíz, como serían las recogidas en la norma fundamental de nuestro ordenamiento jurídico.
Así, es importante escoger los argumentos correctos, estudiar y comprender el histórico de las situaciones de desigualdad actuales y desconfiar de las leyes que, como adelantaba en un artículo previo no son independientes del contexto productivo en el que se elaboran y aplican. Cualquier horizonte emancipatorio ha de imaginarse más allá de las pautas marcadas, rescatando estas con precisión de cirujano si efectivamente fuesen buenas, favorables y necesarias.
