Lavando el granate

En mis tiernos años de carrera me daba clase de Derecho constitucional, o lo que los nostálgico de la licenciatura llamarían Derecho político, un profesor de la vieja guardia del PSOE. Dentro de la más alta de la jerarquía de su departamento, nos deleitaba las horas con densas y soporíferas monsergas sobre el nacimiento del Estado constitucional, el federalismo o los enfoques políticos de la academia progresista durante la Transición. Quién me diría a mí que, casi diez años más tarde, estaría rememorando sus clases, hasta el punto de querer recordar autores de referencia. Más que esto no lleve a confusión; no se trata de un reencuentro con el veterano docente, sino un acercamiento a su materia desde un punto de vista completamente distinto y desde el que me he visto más apelado.

Desde hace algún tiempo me llevo interesando por la filosofía política. A poco que uno se haya pasado por este blog no le resultará extraño. En la aplicación al Derecho de esta rama de las humanidades, entra en gran medida la organización social y las muy diversas formas de conceptualizarla. Pues bien, hace unos meses tuve el placer de leer la obra Manifiesto por un Derecho de izquierdas, del abogado argentino Roberto Gargarella. El autor latinoamericano realiza una síntesis, más profunda y detenida, sobre la configuración del constitucionalismo y su encuadre dentro de las modernas democracias liberales, al igual que plantea fórmulas que superen sus postulados más limitantes, especialmente a efectos de representatividad.

Sin embargo, antes de entrar en lo que a mi parecer es el contenido más interesante del libro, es conveniente hacer alusión al llamativo título. Un primer vistazo lleva a la lectura más lógica de que probablemente se trate de un jurista con especial vinculación al ámbito de los derechos sociales, los derechos humanos o al ámbito laboral. Enfoques de corte activista muy habituales entre el sector progresista de los profesionales jurídicos. Quizás un segundo punto de vista podría entenderse como herencia de los estudios soviéticos o de la Escuela de Frankfurt sobre el Derecho, especialmente con el auge de figura de orientación marxista en la Argentina reciente, como es el caso de Juan Íñigo Carrera o Rolando Astarita. Sin embargo, el autor ofrece una perspectiva próxima inicialmente a la democracia radical y que a la larga evoluciona en socioliberalismo.

En concreto, la propuesta de Gargarella sobre un Derecho de izquierdas se basa en dos pilares fundamentales: autogobierno colectivo y autonomía personal. Autogobierno colectivo en el sentido, precisamente, de democracia radical, en la que una sociedad se gobierne de acuerdo con sus propias leyes y plenamente dueña de su destino. Y, por su parte, autonomía personal como el derecho de cada uno a vivir plenamente su individualidad con plena capacidad volitiva. Entiende ambos pilares como la forma sintetizada de los grandes ideales derivados de las primeras revoluciones liberales y los consiguientes movimientos obreros; esto es: la defensa de las ideas de democracia, soberanía de pueblo, igualdad política y reivindicación de libertades civiles y morales. Intenta converger enfoques centrados en la dignidad del individuo con el buen gobierno colectivo.

El jurista comienza el desarrollo de tales principios señalando que, actualmente, las constituciones del moderno Estado de bienestar están lejos de adecuarse a los mismos. La crítica fundamental radica en su naturaleza decimonónica. Si bien es cierto que muchas han sufrido reformas y cambios, en un amplio número de las mismas pueden adivinarse aquellas intenciones iniciales basadas en presupuestos que no acaban de encajar en la sociedad actual. A finales del XVIII e inicios del XIX se entendían los países como entidades conformadas por pequeños grupos que buscaban su propio interés; un “toma y daca” que las constituciones debían de mediar para la preservación del orden. Sin embargo, a ojos del autor, actualmente vivimos en sociedades complejas, multiculturales, con grupos difuminados y motivaciones dispersas, a las que no dan suficiente solución tales normas.

Dicha carencia respecto a la compleja realidad social que pretenden articular se ve reflejada por extensión en la crisis de la representatividad. Observa que la democracia representativa tuvo su funcionalidad con las democracias liberales en pañales, más en la actualidad se da una total separación entre representantes y representados. No sólo porque las propuestas políticas se vendan como un pack, cada más constreñidos con la disciplina ideológica/de partido, sino por las claras limitaciones del voto. Los ciudadanos tienen las urnas como la principal y prácticamente única herramienta para participar de forma “decisiva” en las medidas que afectarán directa o indirectamente a su vida. El diálogo, el debate y los encuentros asamblearios de base parece que han sido relegados al ámbito de la vida privada.

Esta separación tiene su reflejo directo en la concepción que se tiene a pie de calle sobre el Derecho. Para la mayor parte de la población se trata de una herramienta elaborada por unos pocos en su propio beneficio. Queda completamente alejada del grueso de la realidad material y se vertebra como un medio de la preservación de desigualdades.

Ante tal panorama, Gargarella propugna una democracia más participativa. No semejante al de la Grecia clásica, por sus imposibilidades evidentes, más mediante vías y una verdadera cultura de interés sobre la política colectiva. Por extensión, la mayor conciencia y participación afectaría de forma directa a la configuración del Derecho.

El argentino parte de las primeras propuestas iniciales de lo que se entendería posteriormente como el Estado de bienestar. La constitución mexicana de 1917, la de Weimar de 1919 o la española de 1931 son claras muestras de ello. Dentro del breve recorrido histórico que realiza al respecto, me ha sorprendido para mal la ausencia total de la mención al debate soviético sobre el Derecho. En otros autores que no tuviesen el poso marxista de Gargarella podría pasarlo por alto, más no deja de ser sorprendente de que alguien de su formación directamente salte a la época estalinista. Sus críticas al ordenamiento jurídico de tal período son legítimas, especialmente en sus aspectos burocráticos y de constitucionalismo autoritario, más ha sido una lástima que no contemplase una cuestión tan interesante como es la terminación del Derecho per sé.

Finalmente, culmina en la figura de Keynes, cuyas innovadoras propuestas económicas abrieron la puerta a la Second Bill of Rights, propuesta por el estadounidense Roosevelt, así como el surgimiento de influyentes figuras como el economista William Belveridge o la inauguración del renombrado modelo escandinavo.

A estas alturas pudiera entenderse que el abogado abraza plena y acríticamente el modelo republicano del siglo XX, más para el mismo también guarda críticas. En él ve un peligro inmanente de que pueda derivar a formas presidencialistas, a la par que considera que el ejercicio del poder por mayorías puede acabar limitando las libertades de forma incluso más abrupta que en sociedades gobernadas por una minoría.

Dentro del republicanismo también guarda balas para el constitucionalismo liberal más de corte progresista. Es remarcable su señalamiento del uso desmedido de los derechos como utensilio de emancipación constante, incluso para fines que no requerirían realmente hacer uso de los mismos. Esto parte de una concepción nacida en gran parte del Derecho natural, esto es, se entienden como verdades autoevidentes, cognoscibles a través de la razón y ajenos a todo proceso de creación humano. Una visión que resulta más bien errónea, puesto que no dejan de ser fruto de la democracia y, por ende, sujetos igualmente a los designios de la ley y al debate de la sociedad. Su blindaje estricto y empleo para vestir cualquier mejora social supone un empobrecimiento democrático y político. En las propuestas de izquierdas, especialmente las de corte activista, esto ha llevado a que las mismas queden reducidas al litigio como única arma de hacer valer los derechos frente a la movilización social e incluso, en sus peores escenarios, una desconfianza febril hacia la democracia como concepto.

Tras esta mordaz crítica reconoce que han sido herramientas más que relevantes para la consecución de grandes victorias en luchas como el antirracismo, el feminismo o la propia de los pueblos indígenas. Es más, con algunos grises más próximos a la desobediencia civil pacífica, reconoce que la protesta social es una contrabalanza indispensable al exceso de las instituciones en su ejercicio del poder. Lo que puede entenderse como el derecho a resistir al Derecho.

Y aquí es donde entra a revisar la parte más coercitiva del Estado. Más allá de su posición antipunitivista, me ha llamado particularmente la atención su análisis sobre el elitismo dentro de la judicatura, como tercer poder encargado de la interpretación de las reglas del juego. Bajo su visión (que no sé hasta qué punto está condicionada por la experiencia en su país) parte de que los jueces aplican e interpretan la norma con total libertad, sin que se siga un criterio claro y uniformado. En España el caso, con sus correspondientes “peros”, la interpretación de la ley está muy jerarquizado; un juez aleatorio no puede contravenir lo dispuesto al respecto por el Tribunal Supremo, menos aún si se trata de una interpretación de un precepto constitucional. Más interesante me parece la aproximación de hasta qué punto el acceso a la carrera judicial es una cuestión de clase y por consiguiente si existe un sesgo ideológico que precisamente ayuda a perpetuar un status quo. O ahondar en si la separación de poderes es cierta o una quimera como algún ilustrado francés apuntaba en sus mismos inicios.

Sea como fuere, Gargarella, a modo de conclusión, presenta el socialismo liberal como la mejor forma de organizar la sociedad, atendiendo a los dos principios que enuncia al inicio del ensayo; autogobierno colectivo y autonomía personal. Se trataría de una sociedad basada en el esquema de cooperativas que competirían entre sí y en la que el gobierno haría tareas de redistribución de la riqueza y fomento de la competitividad mediante la concesión de subvenciones. El uso de formas asamblearias de decisión habría de atravesar a toda la organización social, siendo el voto una herramienta accesoria.

Personalmente considero que es uno de los análisis más sintéticos y a la vez afilados sobre el constitucionalismo y las mejorables formas de democracia que actualmente gozamos que se puedan leer. Un estudio sistemático en que se señala las carencias de la sociedad desde dentro de sus propias tripas. Su propuesta desde luego apela al cambio sin miedo del mismo y de forma que involucre a toda la sociedad de forma activa. Algo, que, por otro lado, y salvo por alguna tímida alusión, también supone una renuncia a cualquier tipo de análisis de la sociedad desde la perspectiva de la lucha de clases y las tensiones entre los distintos niveles de la producción. Una renuncia que, inevitablemente, le lleva a abrazar al Estado como mediador de dichos conflictos y obviar que el fundamento de la desigualdad precisamente se encuentra en la forma capitalista del mercado y, por consiguiente, de la sociedad.

También es llamativa cuanto menos la apelación a los espacios asamblearios exitosos. Al final del libro pone algunos ejemplos a nivel internacional de propuestas de participación ciudadana mediante el diálogo que han devenido en cambios sociales de peso. Más han sido espacios en los que el Estado representativo ha estado vigilando y mediando por sus intereses de fondo en todo momento. Tal intervención incita a levantar la ceja.

Aún con sus críticas, me ha parecido un libro accesible y fácilmente recomendable a quien quiera empezar a replantearse de forma más sesuda si el modelo de democracia en el que se encuentra es el más adecuado y cuál configuración podría ser más idónea. Para el caso de España, desde luego el formato un tanto Frankenstein de la monarquía parlamentaria da mucho que hablar.

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